miércoles, 3 de octubre de 2012

Manos sucias

Es curioso cómo se manifiesta en ocasiones la repulsión o el rechazo por la otra persona.

Durante mucho tiempo la hora de acostarnos se convirtió en un verdadero tormento. Sobre todo al notar la proximidad de su cuerpo desnudo y pesado combando el colchón hacia su lado de la cama. No podía evitar mantenerme especialmente alerta ante cualquier intento de incursión de su mano hacia mis partes más íntimas, así que cerraba fuertemente las piernas y me colocaba boca abajo para protegerme. Más de una vez estuve a punto de caer de la cama de tanto aproximarme al borde para evitar el contacto de su cuerpo, que me repelía.

No podía soportar siquiera que me rozara, lo que él interpretaba como apatía. Me parecía sorprendente que no entendiera que no hubiera ningún tipo de predisposición en ese sentido por mi parte tras haber recibido insultos y desprecio durante horas ese día, ni que eso fuera minando nuestra relación personal y sentimental. Según él, era una rencorosa y le daba demasiada importancia a cosas que no la tenían. Me empecé a sentir cada vez menos como una persona y más como una posesión suya. Había llegado a tal punto de cosificación que no podía evitar compararme con el trapo sucio en el que se limpia las manos de grasa el mecánico del taller tras hurgar en los bajos de un coche. El mismo trapo que luego se quedaba colgado de un viejo clavo oxidado en ese taller que era nuestro dormitorio hasta nuevo uso. Por supuesto, él no podía entender que tras haberme machacado y empequeñecido hasta convertirme en un despojo humano a sus pies, cuatro carantoñas no fueran suficientes para hacer borrón y cuenta nueva y calentar motores. No asimilaba que hubiera una relación causa-efecto entre la humillación y las vejaciones a las que me sometía y la “frigidez” a la que achacaba la muerte inexorable de nuestras relaciones íntimas. No le entraba en la cabeza el hecho de que los insultos, que para él son solo palabras aparte de la constatación del hecho objetivo de mi inutilidad manifiesta, por si alguna vez se me olvidaba, podían afectar al cumplimiento de mis obligaciones de pareja. A su modo de ver, el enfriamiento de nuestra vida sexual se debía fundamentalmente a que la líbido y yo éramos dos conceptos incompatibles, a mi abandono y dejadez, al poco entusiasmo y el limitado afecto que era capaz de demostrarle, a pesar de los esfuerzos que él hacía de vez en cuando por recuperar mi cariño. Un cariño que yo ya no podría volver a sentir ni de lejos por él, y en ese momento pensaba que por nadie. Porque a fuerza de no entrenarlo, desapareció de mi repertorio de sentimientos por el sexo contrario. Empecé a sentir no solo asco por su cuerpo sino por el mío; ya se encargaba él de recordarme cómo estaba engordando, lo insignificante que era, lo mal que me había sentado la maternidad, lo buenas que estaban las demás y lo poco presentable que era con esta cara de amargada que le quitaban las ganas de llevarme a ningún lado. Ni siquiera había servido para parir a nuestros tres hijos, nacidos de mi vientre mediante cesáreas programadas, no recuerdo muy bien si por conveniencia del ginecólogo o de las fechas que más le convenían a él para que los tres días de permiso por nacimiento de un hijo no se solaparan con el fin de semana.

Al principio se quejaba de que yo nunca empezaba; más adelante, aunque empezara él, mis reacciones eran cada vez más escasas. Intentaba calentar motores imaginando que estaba con una persona maravillosa que me acariciaba y me deseaba y que no estaba con él, me evadía a un universo imaginario de placidez, serenidad y calma meridianas, sin gritos, sin insultos, sin brusquedades, sin agarrones, lleno de cariño y sensualidad y palabras amables y sinceras. Pero ese universo enseguida se me antojó inalcanzable. Con el tiempo, ni la fantasía pudo contener mis sollozos y mi angustia; el dolor físico de mi propia aridez me hacía rechazarle y apenas me atrevía a confesar mi incapacidad para lubricarme, que sin duda interpretaría como síntoma inequívoco de mi frigidez. Sin ser consciente de ello, comencé a manifestar mi rechazo a través de una manía exacerbada y compulsiva por la higiene. Él cada vez oía la misma cantinela de mis labios: “Por favor, no me toques con las manos sucias.” “¿Te has lavado antes las manos?” “A ver si me vas a pasar una infección.” “No recuerdo que pasaras por el lavabo tras hacer esto o aquello.” “La suciedad se acumula en las uñas…”. Al principio esto le cortaba el rollo y simplemente cejaba en su empeño por usarme, lo que para mí suponía un alivio momentáneo. Pero con el tiempo, le acabó irritando y a la movida vespertina se sumaban las recriminaciones de alcoba: comenzó a acusarme de maniática, de no poner nada de mi parte, lo cuál era totalmente cierto, de no estar dispuesta a probar nada nuevo, de no empezar yo nunca, de que nunca me apeteciera… Comenzó a pasar las noches y las madrugadas en el salón, bebiendo, jugando al ordenador, viendo la tele y en definitiva haciendo como si yo no existiera. Condenada al ostracismo y al mobbing emocional, sin el más mínimo contacto físico por nuestra parte, ni siquiera un abrazo o una caricia, con el paso de los meses los sentimientos de inutilidad, frustración, impotencia y resignación se agudizaron y comenzaron a pesar sobre mí aún más si cabe. Pero al menos, aunque fuera con ayuda de hipnóticos, comencé a poder conciliar el sueño.

Ese tiempo pretérito es cada vez más nebuloso y distante. El presente es nítido y cristalino. A veces, tras un día de juegos y pasiones desatadas con mi pareja, nos echamos felices, relajados y sudorosos en la cama y nos reímos cuando él simula llamar a mi ex para contarle cuánto disfrutamos ahora del sexo y todo lo que hemos estado probando juntos, aquello que él nunca soñó que “yo”, especialmente yo, tan sosa y con tantos prejuicios, pudiera o deseara o estuviera dispuesta a hacer. Y mucho menos que disfrutara de ello. Porque lo que tiene clarísimo es que “él” no tenía nada que ver con mi frigidez y mi estrechez mental…

Nuestras manos, estas manos acariciadoras, cálidas, sensuales y acogedoras, están limpias. Por favor, no sueltes mi mano...

 
Este es el testimonio de Hanna, cuyos gritos silenciosos dejaron un día de atronar la oscuridad. O el de la vecina que te encontraste una vez en el ascensor con la mirada perdida apuntando al suelo y que ahora levanta la cabeza y te sonríe con los ojos. O el de esa madre apática del cole a la que, día tras día, veías secándose las lágrimas por la calle antes de recoger a sus niños, y que ahora desmonta a todos con su optimismo y su simpatía. Ojalá ese sea el final de todas las mujeres cuya voz no se escucha y a las que ahora les falta la luz. A veces, solo necesitan que alguien les tienda una mano.

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