sábado, 29 de septiembre de 2012

El balneario (I)

Bien entrada la madrugada, salimos de la autovía y cogimos la desviación hacia el río, donde se encontraba el balneario. Era noche cerrada y estaba lloviendo, como era habitual en Lugo, pero eso le daba un cierto aire mágico. De eso se trataba, de dejar atrás el asfalto, la contaminación y el bullicio de la gran ciudad para adentrarse en ese remanso de paz y peldaño a la naturaleza situado junto al Miño. No era mi ideal, yo que siempre había sido mochilera y dispuesta a hacer vivac en los sitios más inauditos, cementerios incluidos. Pero esto era lo más parecido a un término medio entre el camping y el hotel en el centro por el que hubiera optado él a priori. A un tiro de piedra de la zona de marcha en coche, pero suficientemente alejado del jaleo. Solo una luz mortecina iluminaba la entrada y ahí nos dirigimos, cargados con nuestras bolsas y cubriéndonos las cabezas con los impermeables.

jueves, 27 de septiembre de 2012

El amigo turco

Londres, otoño de 1991


Eran las diez de una noche húmeda y brumosa, y pocos coches transitaban la calle. Yeter se aproximó a la cabina y, tras asegurarse por enésima vez de que no había nadie en las inmediaciones, sacó unas monedas del bolsillo y marcó el número de teléfono de su casa, en Estambul. Llamaba dos o tres veces por semana y podía permitírselo porque habían descubierto un truco que les permitía llamar prácticamente gratis. Solo debían tener cuidado de no hacerlo en su barrio, y de no repetir siempre en la misma cabina ni a la misma ahora para no correr riesgos. De todos modos, difícilmente nadie iba a perseguir un pequeño delito como ese habiendo cosas mucho más serias de las que preocuparse. Solo era una pequeña travesura más.

La turista alemana

Rilke por fin puede gozar de unos momentos de relax en la playa. Soñaba con venir al Mediterráneo turco desde hacía tiempo. Antes de casarse era una auténtica trotamundos, había recorrido parte de Europa con la mochila a la espalda y echaba de menos su pasión de juventud, la escalada. Le encantaba sentir cómo la adrenalina mantenía sus sentidos alerta y sus músculos tensos al máximo cuando se enfrentaba a una pared casi vertical y tenía que buscar un resquicio en el que apoyarse con la punta del pie o donde aferrarse con la mano. Sin embargo, su trabajo de funcionaria era todo lo contrario, monótono y aburrido, y había tenido que dejar los viajes y la escalada a raíz de sus embarazos y las largas ausencias de su marido, que la obligaban a dedicar todo su tiempo a sus hijos casi en solitario. Su vida social se limita a alguna que otra barbacoa en los parques de Bremen con otros amigos, siempre rodeados de niños de los que no puede descansar ni un minuto. Tiene tres chicos. No es que quisieran realmente tres, es que el tercero fue un intento infructuoso de "a ver si esta vez sale niña". Por suerte, ha podido disfrutar de ellos a tiempo completo casi todo este tiempo, y solo recientemente se ha reincorporado a su trabajo en la administración local. Pensaba que sería un alivio de su trabajo de madre a jornada completa pero lo único que ha conseguido es cargarse aún con más obligaciones. La vida no le da para tanto. Su marido es un encanto cuando está. Pero es que casi nunca está. Debido a su trabajo, se pasa la semana viajando y no puede contar con él. A Rilke le encantaba viajar y no pensaba que tener hijos fuera un impedimento, pero en la práctica sí lo es. Por problemas de agenda de su marido y del colegio de los niños han estado aparcando durante años la posibilidad de hacer esa escapada a Turquía, que por una razón u otra no hacían más que postergar de un año al siguiente.

El atentado

Marco se levantó esa mañana al amanecer y se puso a desayunar junto a la ventana de la cocina, desde la que se veían los campos llenos de viñedos cargados de uva lista para la vendimia. Abrió la ventana y respiró el aire puro de la montaña. No pudo evitar recordar aquellos otros amaneceres impregnados del olor del mar, apenas un año antes, cerca de Sant'Alfio. No entendía cómo había podido tener tan poco entendimiento y tal falta de sensatez como para embarcarse en algo como aquello sin haberlo consultado siquiera con su familia. Era demasiado lo que se jugaban él y sus compañeros, pero tenían la temeridad propia de la juventud. De eso se aprovecharon.